En las décadas de 1980 y 1990, el historiador Peter Black trabajó para la Oficina de Investigaciones Especiales del Departamento de Justicia de EE. UU., como parte de un equipo que perseguía y enjuiciaba a sospechosos de ser criminales de guerra. Black después trabajó como historiador sénior en el Museo Conmemorativo del Holocausto de los Estados Unidos.
Como empleado público del gobierno de mi país, sentía que le estaba prestando un servicio a los estadounidenses, en el sentido de que, al haber crecido con la generación de Vietnam, estaba contribuyendo a un proceso en el que los individuos que cometieron crímenes durante períodos de guerra (con todas las excusas que se esgrimen para cometer actos atroces durante tiempos de guerra) eran llamados a rendir cuentas. Aunque no fueran personajes importantes, aunque en algunos casos habían sido obligados a estar donde cometerían los crímenes, y aunque habían pasado décadas y décadas, y había motivos para que creyeran que quizás nadie regresaría a perseguirlos. Esto era un proceso judicial, un proceso justo, por el cual las personas que habían cometido un crimen podían ser llamadas a rendir cuentas. Y ante la posibilidad de que esto se repitiera en el futuro, quizás los criminales del futuro pensarían dos veces antes de cometer crímenes similares a los cometidos durante la Segunda Guerra Mundial. Y si esas consecuencias legales sirven para evitar aunque sea un asesinato, creo que el esfuerzo vale la pena, tanto para el futuro, a modo de prevención, como para el pasado, a modo de cierre.
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