En 1933, los jerarcas militares tendían a considerar a Adolf Hitler como un radical y un advenedizo. Al igual que otros conservadores, también creían que podrían dominar al antiguo cabo segundo para alcanzar sus propios objetivos. Los militares compartían ciertas bases políticas con los nazis, como el nacionalismo, el anticomunismo y el deseo de reconstruir las fuerzas armadas y restablecer la posición de Alemania como gran potencia mundial. Las garantías que Hitler les dio a los altos mandos militares en el sentido de que serviría a sus intereses, aseguraron su neutralidad cuando los nazis utilizaron la intimidación y la fuerza para reprimir a la oposición política y consolidar su poder. Al igual que otros servidores públicos, los militares prestaron juramento de obediencia incondicional al Führer. Sus líderes recibieron con beneplácito el restablecimiento por parte del régimen de la conscripción militar en 1935, en violación del tratado de Versalles.

Un soldado alemán vigila los prisioneros de guerra soviéticos en el campo de Uman, en Ucrania.

Los militares también se alinearon con el racismo y las leyes raciales del régimen nazi. En 1935, los líderes excluyeron a los judíos de sus filas y expulsaron a los que ya estaban prestando servicio. Durante la guerra, el ejército alemán aumentó de tamaño y se volvió más extremista en lo político. Esto fue reflejo de la influencia omnipresente de la propaganda y el adoctrinamiento, en los cuales se vinculaba constantemente a los judíos con la amenaza del bolchevismo comunista. Las unidades de las fuerzas armadas proporcionaron soporte logístico y en ocasiones participaron en la matanza de judíos, romaníes y otros grupos. Las fuerzas armadas se beneficiaron de los trabajos forzados de los judíos y comparten la responsabilidad por la muerte de hasta tres millones de prisioneros de guerra soviéticos mientras estaban bajo su custodia, a consecuencia de la política de los duros maltratos deliberados y de las ejecuciones.

Hubo algunos cuantos oficiales militares que participaron en atentados fallidos para asesinar a Hitler, en especial el del 20 de julio de 1944, un heroico esfuerzo motivado por el deseo patriótico de salvar a Alemania de la catástrofe total al continuar una guerra perdida. Este no fue un intento de impedir los crímenes contra los judíos ni de protestar por ellos.

Después de la guerra, surgió el mito de que las fuerzas armadas no habían estado involucradas en los asesinatos masivos ni en el genocidio.